Arquitecturas en sepia y recuerdos en azul. O viceversa. Por Juan Francisco Rueda
La obra de Paula Valdeón Lemus puede despertar en quien la experimenta la tentación de convertir la arquitectura en metáfora de la memoria. De entrada, cierta pulsión arquitectónica se percibe gracias a las citas a la azulejería; a los fragmentos superpuestos y en diálogo que se concitan en sus telas, construyéndolas; a la interposición de tramas de patrones geométricos obtenidos de rejas o barandillas, lo que nos condena al papel de quien, desde el otro lado de la frontera de lo doméstico (esos límenes permeables a la vista), asiste al esplendor interior del hogar; a la naturaleza cerámica y textil (toldos) de algunos de sus motivos, cuando no a la incorporación misma de éstos; o a la disposición de algunas de sus piezas, asumiendo cierta condición de fachada o de estructura tridimensional, en las que, como ocurre ahora en Otro azul, se suman varas o vástagos de cobre que recuerdan al hierro corrugado empleado para las armaduras de hormigón. En cada una de esas opciones, Paula parece formular una sinécdoque: hablar de la arquitectura, del edificio o del hogar a través de una —de distintas, de muchas— de sus partes.
Pero la alusión a la arquitectura y a la nostalgia de una naturaleza expulsada del modus vivendi metropolitano —asuntos medulares de su poética—, por fortuna se materializan en su trabajo mediante el lirismo, la evocación, la delicadeza, la resignificación y redimensión estética de lo cotidiano, así como de una valiosa integración de las disciplinas artísticas (cerámica, dibujo, pintura, objet trouvé, instalación o environment). Paula amortigua esos cimientos de su trabajo gracias a la invocación de la memoria, que acaba convirtiéndose también en medular de su poética. Así, intuimos cómo gran parte de esos elementos que participan de sus obras no dejan de ser estratos de tiempo, que se materializan mediante capas, veladuras y cierta factura evanescente en algunos fragmentos de sus dibujos y pinturas. Alguien que trabaja los estratos de la memoria se convierte en arqueólogo. Paula usa una suerte de trama o celosía que permite que nuestra vista se cuele por los vanos y rendijas. Esas tramas las encuentra en los patrones geométricos que la cultura material de la calle le ofrece, como persianas de comercios, rejas o barandillas. En su proceso artístico hay, por tanto, una labor recolectora, un trabajo de campo que la convierte también en una flâneuse. El hallazgo es esencial en su práctica y, para ello, la artista tiene en la deriva un procedimiento esencial. Vagar para encontrar, podríamos decir. Pero para esto, no es suficiente un dejarse llevar. O dicho de otro modo, sin la mirada aviesa y curiosa de la artista en la ciudad, esa deriva devendría mero extravío.
Esa mirada, como la de Monet ante la fachada de la catedral de Rouen, es la que le lleva a descubrir cómo la apariencia de las paredes encaladas adquiere un mismo matiz, un similar tono, a distintas horas del día, concretamente en las primeras de la mañana y a la caída del sol. El blanco adquiere una tonalidad entre el magenta y el naranja, cromatismo que, serendipia mediante, venía obsesionando a la artista merced a su aparición en distintos motivos geométricos de azulejos de la segunda mitad del siglo XX que trasladaba a sus pinturas. No deja de ser curioso cómo esa tonalidad se halla próxima al sepia, que ha sido el color ligado a los recuerdos para las generaciones previas a la era digital. Esa idéntica coloración del blanco según factores atmosféricos aparentemente distintos atrapa a la artista. Nace en ella una respuesta o sensación que estaría entre lo revelador y lo que los surrealistas llamaron “lo maravilloso”, la poetización de la realidad y la revelación de algo contenido en lo cotidiano, de modo que esta condición quedaba excedida. Junto a ese anaranjado, que caracterizamos como sepia por mor del caudal memorístico y vivencial de sus imágenes, Paula emplea como color coprotagonista el azul. Éste es un color esencial de la cerámica, presente en las grandes escuelas y núcleos ceramistas, tanto como en la azulejería de lacería y motivos geométricos, base del universo icónico de la artista. El azul toma para ella una significación especial, marcada a hierro por la memoria y por su experiencia en la restauración de pintura mural —lo arquitectónico aparece de nuevo como esencial o base.
La arquitectura se convierte en metáfora de la memoria merced a la proyección que hace Paula a través de su dimensión como espacio continuamente habitado. Las recreaciones de distintos azulejos que encontramos en sus lienzos, superpuestos como estratos y visibles precisamente gracias a lo que denominaríamos catas arqueológicas, permiten que las nociones de tiempo y memoria afloren cual imágenes en sepia. La arquitectura doméstica aparece como ámbito cruzado por la memoria, aquilatado —y alicatado— por capas de experiencias y vivencias insustituibles, colmatado de sedimentos biográficos —cuántos de nosotros no proyectaremos momentos de nuestra vida ligados a algunos de esos patrones cerámicos que, democratizados o comercializados, ocupaban los hogares españoles—, así como espacio sagrado, eterno pero renovado en lo epidérmico, en el revestimiento.
Otro azul prosigue con el interés que Paula viene demostrando en proyectos anteriores acerca de la incorporación y evocación de la naturaleza en la cultura material y en el imaginario de las sociedades metropolitanas. Esa evocación se realiza a través de la estilización, de la reformulación de elementos naturales según unos patrones de las artes decorativas y del diseño puestos al servicio de la industria, que nos la ofrece en productos seriados como estampados textiles o azulejos. En esos zócalos cerámicos se despliega, ante la vista de los urbanitas que moramos los hogares, la imagen del cosmos y de una naturaleza paradisiaca y evasiva que, cual espejismo, actúa como oasis en la ciudad. En ellos encontramos la estilización de una naturaleza de la que progresivamente el ser humano se ha ido apartando en el proceso de reafirmar su humanidad y negar su animalidad. Ahí radica uno de los traumas de nuestra especie: la escisión de lo natural, negando nuestro marco primigenio mientras construíamos uno propio. La nostalgia y la melancolía se convierten en compañeros de viaje y en motores que instan, mediante la decoración que incorporamos a nuestras vidas, a rememorar la naturaleza perdida, aquella mítica Edad de Oro en la que se convivía en armonía con el orden natural. Es este asunto esencial o connatural a nosotros. Paula alerta poéticamente de esa paradójica situación en la que hacemos presente una naturaleza estilizada como respuesta a la expulsión de ella de nuestras vidas.
En nuestra relación con las obras de Paula quedamos prendidos en esos estratos y en la comunión de disciplinas que, desde lo gráfico del dibujo y la pintura, se encaminan a lo tridimensional, adquiriendo naturaleza de instalación y de environment. Ello implica una respuesta fenomenológica en nosotros, obligados a abandonar un papel contemplativo para experimentar la instalación en movimiento, así como a gastar tiempo en ello, algo que enlazaría con los estratos temporales fijados. Prendidos quedamos, también, en el equilibrio entre la filigrana del diseño, de ese patrón geométrico, y las grandes manchas abstractas cual cata o desconchón. Atrapados, al fin y al cabo, en esas arquitecturas en sepia y recuerdos en azul. O viceversa.
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